viernes, 17 de diciembre de 2010

Reflexiones sobre "Los Trenes Siempre Están Llegando"

La temática de la búsqueda de la identidad es una cuestión que ocupa incesantemente a América Latina.
Como sociedad es probable que esta problemática haya existido siempre.
La búsqueda de la propia identidad de nuestra mirada, el reconocimiento del otro y del propio desde la mirada del otro, seguramente es inherente al hombre desde tiempos inmemoriales.
Particularmente en América Latina creo que esta problemática se entrelaza con otra que es la de la memoria. Dilema importante si lo hay, el de la memoria.
Desde la época de la colonización nuestros pueblos originarios fueron diezmados cruelmente y fuimos invadidos por colonos. Gente con una cultura y una identidad distinta que se mezcló con los originarios que tuvieron la suerte de sobrevivir, pasando de la libertad y la propiedad de sus tierras, a la esclavitud y el desarraigo. Esto dio lugar a una enorme transformación social, con su consecuente y consiguiente problema de memoria e identidad. ¿Quiénes somos? ¿Qué buscamos? ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos?
El problema de la identidad no se manifiesta mientras no aparece una diferencia entre la propia cultura y las otras; porque, como señalan varios críticos, la afirmación de la identidad es una forma de protección frente al posible despojo. Por esta razón, las sociedades primitivas que vivieron aisladas no se plantearon este problema hasta sentirse amenazadas, ya que antes no había una confrontación entre sistemas culturales diferentes que las obligara a definirse a sí mismas.
La identidad cultural podría ser, según Miguel León-Portilla, “una conciencia compartida por los miembros de una sociedad que se consideran en posesión de características o elementos que los hacen percibirse como distintos de otros grupos, dueños a su vez de fisonomías propias”. Alfredo A. Roggiano dice a este respecto: “El problema de la identidad cultural de Iberoamérica, como el de cualquiera otra comunidad humana, está inevitablemente ligado al problema de su autonomía (económica, política, etc.), proclamada en manifiestos fundacionales desde los años en que se cortaron nuestros lazos con España, pero nunca lograda realmente, sino soslayada y encubierta, en la teoría y la práctica, por un cosmopolitismo idolátrico con pretensiones de contemporaneidad en la historia de paradigma europeo”.
Desde entonces América Latina quedó unida, con su sangre transfundida, con su suerte ligada. Desde entonces tampoco ha podido sobreponerse. No creo que sea casual que en gran medida los procesos sociales hayan ocurrido casi en simultáneo en toda América Latina y entre ellos los golpes de estado y los gobiernos de facto. El terrorismo de estado, la censura, los fusilamientos, los secuestros. Nuevamente la sociedad diezmada y el problema de la memoria y la identidad. ¿Cómo construir identidad desde la nada? O peor aún desde la mentira.
Julio Ortega define: “Fluctuante, inquieta y enigmática, la identidad es la dimensión comunitaria de la experiencia cultural”. Y señala que la memoria, la tradición oral, la trans-codificación de la cultura occidental hacen nuestras culturas plurales, pero también “la incorporación creativa de la escritura como instrumento para señalar nuestra propia diferencia en la página”.
La literatura es reflejo y configuración de esa concepción global de la cultura. Es el lugar donde la identidad cultural se imprime, se organiza y se expresa como una experiencia viva, como un diseño simbólico capaz de involucrar un mundo total en movimiento según pautas de percepción, de acción y de conocimiento propias de cada sociedad.
En la literatura es donde mejor se registra la idiosincrasia cultural, donde se ve cómo la mentalidad entrama el acaecer personal con el colectivo, cómo los procederes empíricos se imbrican con las inclinaciones imaginarias, cómo la subjetividad se relaciona con la realidad externa. “Ningún otro arte tiene tal capacidad de representar tanto mundo como totalidad en un acto”, dice Saúl Yurkiévich y, para los latinoamericanos la literatura es, además y sobre todo, un lugar del reconocimiento.
Cualquier práctica literaria que represente la identidad, está abrazando fantasmas. La escritura literaria para configurar identidad es la evidencia de que la realidad del ser se ha vuelto ficción y memoria de lo perdido. Pero la desintegración del pasado sólo es dolorosa para quien tiene el privilegio de la nostalgia; no para los "pobres de la tierra" (Martí) que si tienen alguna identidad que construir no será precisamente celebrando la memoria de sus esclavitudes.
La memoria es un componente decisivo de las literaturas que tematizan problemas de identidad cultural. Y es porque la identidad no puede representarse sin un origen. El modo en que se representa ese origen será determinante para que la identidad cultural funcione como una instancia de afirmación constructiva de nosotros mismos: lo que somos nosotros en el aquí y el ahora.
En la obra me tocó desempeñar el papel de Verónica, la hermana mayor. Casualmente yo perdí una hermana a los cinco años y me sentí muy identificada con el personaje, con sus sentimientos, sus deseos y esperanzas de encontrarse con su hermana, como una forma de reconstrucción de su identidad. Para mantener viva la memoria la recuerda, la imagina, la siente.
Desde esa memoria viva cada uno se construye y construye su imagen y la de los otros. Mantener la memoria activa y conocer la identidad son dos requisitos insoslayables para construirnos a nosotros mismos como personas y como sociedad. Encontramos así coincidencias entre nosotros, historias parecidas, puntos de encuentro y desencuentro.
En esta línea estoy feliz de haber realizador este trabajo y de haber aprendido que hay muchas formas de colaborar con el ejercicio de la memoria y la construcción de identidades. Formas de las cuales el arte forma parte en todas sus expresiones para no permitir nunca que mueran en nosotros historias tan vivas y tan nuestras que nunca debieron sernos robadas.




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